Repetiste una y otra vez que tú y mi mamá sólo querían lo mejor para mí y que sus regaños no eran por desamor. Trataste de explicarme que la comprensión no era darme siempre la razón. Pero, a pesar de ello, en muchas ocasiones preferiste ceder y callar, con esa actitud tan conciliadora que adoptaban, con tal de que yo no cumpliera mis constantes amenazas, mientras yo los acusaba de ser los peores padres.
Qué razón tenías, papá, cuando te acercaste a mí y me suplicaste que viviera conforme a mi edad, porque la juventud es como un suspiro del alma y, cuando nos damos cuenta, los años nos llevan ventaja; me suplicaste que no abandonara la escuela, porque de ello dependería gran parte de mi vida en el futuro. "No cometas el mismo error que yo, hijo", me dijiste en aquella ocasión, y sin embargo mi respuesta fue: "¿Tú qué sabes de eso? Lo que pasa es que tú ya estás viejo. No sé cómo no te cansas de estarme dando sermones". Fue por eso que sólo llegué hasta la secundaria.
Recuerdo que en cierta ocasión, mi madre me sentó cariñosamente en sus piernas y me habló de las mujeres; me explicó que una relación de pareja va más allá de la atracción física, y la pasión; platicó cómo se conocieron y la manera en que la conquistaste; de la forma en que se ama a los hijos, del respeto hacia la esposa y el cariño con el que se le debe tratar. Y, ya ves, papá, apenas cumplí la mayoría de edad y me tuve que casar, por esa falta de responsabilidad.
Qué razón tenías papá, cuando antes de marcharme de la
Me aconsejaste que, pasara lo que pasara, viviera como viviera, nunca me humillara ante los demás, porque la dignidad no se vende, no se pierde, y hasta la libertad tiene sus límites. Y apenas me sentí libre, aproveché para emborracharme con mis amigos hasta desfallecer y desperté tirado en una calle, sucio, maloliente. Me atreví a pedir limosna y ante la desesperación se me hizo fácil robar y por ello caí en prisión; aunque me advertiste que mi enemigo no estaba en la casa, sino en las calles, disfrazado de falsos amigos, absurdos placeres y dinero manchado.
Qué razón tenías, papá, cuando me adelantaste que si abandonaba el hogar, mi madre moriría de pena y tristeza. ¿Y yo qué hice? Me burlé de ti, te aclaré que si eso sucedía, sería por tu culpa, por la vida tan estricta que nos dabas, por las exigencias y por tu concepto de la disciplina y la responsabilidad; porque cuando llegabas a la casa hacías llorar a mi madre con tus ridículos obsequios. Cuánto tiempo me tardé en comprender que esas lágrimas eran de alegría, de felicidad, y no de dolor o tristeza.
Un día, me tomaste entre tus brazos y me dijiste muy quedito al oído esas cosas que aún guardo en mi corazón: "Ojalá nunca crecieras, hijo mío; ojalá siempre fueras mi pequeñito y yo siguiera siendo tu héroe para toda la vida. Imaginar que siempre tendrás 6 años". Pero, ya ves, papá. Hoy me arrepiento de todas esas palabras contra ti, de mis actos que tanto te dañaron, de tantas noches que te tuve a ti y a mi mamá en vela, por no llegar de la fiesta, de las mentiras mal armadas que inventaba con tal de no escuchar tus sabios consejos; de recordar cómo te humillaste varias veces frente a mí, con tal de yo tuviera esa falsa razón; de pisotear tu dignidad con mis gritos y reclamos, y cientos y cientos de reproches en contra de ese cariño incondicional.
Mírame ahora, papá, sentado
¡Qué razón tenías, papá!
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